Los californios se despiden con un lúgubre cortejo iluminado sólo por tenues hachotes y el destello de cámaras
J. A. GONZÁLEZ / A. LÓPEZ CARTAGENA/ la Verdad
Se orientaban unos vecinos con una linterna en uno de los pisos que da a la Plaza de San Sebastián, para guardar el debido silencio al paso del Ecce Homo. Desde la calle, se les veía detrás de las ventanas alumbrándose con cuidado para no alterar la reverencia oscura, piadosa, de los cartageneros en la procesión del Silencio, la última de los californios. Pero parecía en vano, porque sobre las aceras o aupados en las bases de mármol de las farolas, un sinfín de espectadores rompía la oscuridad con un constante relampagueo de luces: las de los flases de cámaras de fotos y teléfonos móviles adaptados para tomar imágenes con mejor calidad.
Parecía que quisieran ayudar a a Jesús, condenado ya a ser Cristo en la cruz, a encontrar la salida del calvario. A no pocos les molestó el insistente fusileo de destellos, que quebró el recogimiento de un cortejo orientado en la noche por el ritmo del tambor y, en cada tercio, la bombilla roja hábilmente colocada tras la cruz de guía para marcar el paso de los penitentes.
El quejío de las saetas
Otros criticaban que algunos comercios mantuviesen encendidos los carteles luminosos de su fachada. Hasta cerca del Teatro Romano, en la Cuesta de la Baronesa, dejaron con corriente eléctrica un gran e inoportuno foco.
Pero, desde las nueve menos cuarto de la noche hasta las doce (cuando los marrajos tomaron Cartagena), la escenificación lúgubre incitaba la reflexión y a la quietud y la gran mayoría del público siguió con solemnidad y respeto un cortejo donde los californios demostraron que igual contagian la emoción en el luminoso del Miércoles Santo que desgajan el alma con una procesión cautelosa.
Más que ir levantando, parecía que deslizaban por los adoquines sus hachotes de vela de los capirotes de túnica roja y capuz negro del Ecce Homo, cuyo caminar a pasitos evocaba el cansancio acumulado por el redentor en sus estaciones de pasión.
Llevado a hombros, el Cristo de los Mineros despertó la congoja de cartageneros y visitantes, antes del paso de la Vuelta al Calvario, los penitentes de la Virgen de la Esperanza y la imagen de María, acompañada de un centenar de manolas, que llamaba a la compasión. Y al quejío popular de las saetas.
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